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Uno de los rasgos más característicos de las lenguas judías es la variedad en el origen de los elementos que las componen, debido al contacto que los judíos han tenido con otras lenguas a lo largo de su historia. El judeoespañol, que se formó principalmente del castellano hablado en 1492 por los judíos de los reinos de Castilla y Aragón, además de poseer los característicos elementos hebreos y ara-meos, cuenta en su repertorio con formas de origen griego y, especialmente, de origen árabe, con formas procedentes del aragonés, del catalán, del portugués, del italiano y de las lenguas habladas en la península de los Balcanes, así como con formas procedentes del turco y del francés. Aquí nos ocuparemos de algunos de sus elementos iberorrománicos no castellanos –de origen aragonés y portugués-integrados en la coiné sefardí.
La lengua romance del Reino de Castilla de finales del siglo XV, en su variante más popular, constituye la base lingüística del judeoespañol de los sefardíes que después de la expulsión de 1492 encontraron refugio en el Imperio Otomano y en el Norte de África. Elementos iberorrománicos no castellanos se encuentran ya presentes en los textos sefardíes del siglo XVI escritos en castellano, especialmente en el subsistema léxico, aunque también en los subsistemas fonológico, morfológico y sintáctico y, en su mayoría, continúan estando presentes en la lengua hablada hasta nuestros días y aparecen también en su literatura en todos los géneros.